Ortiz Barajas Karla Verónica
El cerdo no es kashrut
La mañana del 30 de abril era soleada, perfecta para comer uno de esos helados de chocolate o limón, propios de la época y la fecha. Aunque el clima invitaba a caminar por los parques y el calendario indicaba el “Día del niño”, la ciudad escondía ese traje multicolor de los desfiles y vestía sus calles de gris nostálgico.
La alerta sanitaria en fase 5, logró algo insólito en la historia del país, tarea difícil hasta para el narcotráfico. Paralizar a la ciudad que nunca duerme, la cancelación de clases y la entrada a cualquier lugar que albergara más de ocho personas. Lo cual incluía los festejos de los infantes.
“La influenza mata niños en Estados Unidos y aquí no”, pese a la afirmación de Córdova Villalobos, los niños de México no tuvieron festivales, ni teatro, cine o parques. Radio y televisión sólo transmitieron medidas preventivas, entrevistas a especialistas, cifras de muertes. Sí querían “arriesgarse a salir” debían usar cubrebocas y guantes de látex.
Las calles no tenían algodoneros, ni globeros, nadie vendía las clásicas manzanas de caramelo. Ninguna tienda de regalos abierta en todo el Circuito Interior. Bulevar Puerto Aéreo hacía recordar las películas hollywoodenses de desastres que provocan el fin del mundo.
Calles abandonadas, tiendas con las cortinas corridas, poca gente. Los establecimientos abiertos, Oxxo y frente a este 7-Eleven, eran arrasados por compras de emergencia. Todos con cubrebocas y guantes “hay que prevenir, hay que prevenir, todo se va a acabar” repetía una señora a su marido, en trance casi sicótico mientras tomaba más latas.
La entrada al Aeropuerto Benito Juárez estaba más resguardada que Los pinos en los tiempos de López Mateos. Rodeada por dos hileras de militares debido a la aplicación del Plan DN3.
Quien quisiera entrar, en la primera fila se debía poner “el kit de seguridad” cubrebocas, después de desinfectar las manos, los guantes. Que según las encuestas hacían sentir “más seguridad” aunque ni el látex ni el filtro sean materiales que detengan un virus tipo ARN, como el de la influenza para entonces, humana, porcina o H1N1.
La segunda correspondía a un incomodo cuestionario donde se confesaban intimidades como ¿Cuándo fue el último encuentro sexual o el último beso en la boca? Preguntas que a más de uno deprimieron “mmmta, pues no mijo, déjame pasar” el comentario más común en las señoras mayores. Sí el médico militar lo aprobaba entonces estaban un poco más cerca de la entrada al aeropuerto.
Seguían las pruebas del personal de seguridad del lugar. En la primera puerta para vuelos nacionales, se daban tiros de pistolas que medían la temperatura. De ser mayor de los 36 grados la misión estaba terminada, sí era menor entonces podían ingresar.
Dentro señoritas preguntaban el destino, armaban brigadas de seis personas y los llevaban en fila, como lo niños cuando van al salón después de recreo. Poca muy poca gente para ser el Aeropuerto Nacional de México. Eran más lo que buscaban salir que los que llegaban.
En internacionales, dos nuevas hileras de militares que repetían el proceso, cambiar cubrebocas, desinfectar manos, poner nuevos guantes. Una vez más un cuestionario con preguntas más incomodas como ¿Tiene usted deseos de morir?
Ya fuera un complot internacional del G7 para conquistar los países del Sur o del G20 para dominar el mundo o uno nacional de Agustin Carters para pedir exorbitantes prestamos al FMI o del Congreso para aprobar reformas de las que nadie quiere hablar.
Lo cierto era que la OMS tenía a México con los focos rojos y en Vuelos Internacionales podían escucharse los grillos sobre los motores de despegue. Se veían sólo extranjeros temblorosos que querían salir “volando” del país.
La pantalla anunció que llegaba un avión, el único de las últimas 4 horas, proveniente de Francia. Los pasajeros habían hecho escala ahí por mandato de salubridad y se había apartado a los últimos asientos del avión a los mexicanos. “Dicen que en China los tienen encerrados en cajas de cristal y que no los dejan salir” dijo un anciano a su hija que respondió fastidiada “Papá son mentiras, la gente se está volviendo loca”.
La tripulación del avión recién llegado, venía de Tel Aviv-Yafo, una ciudad de Israel, país donde se nombró a la enfermedad como “influenza mexicana”. Pasaron por “el gusano” con rostros consternados debido al trato en los aeropuertos de las escalas. Lo que pasarían en ese no era mejor, además nadie en la sala de espera consiguió globos, chocolates, menos flores para recibirlos.
Dividieron a los hombres de las mujeres. Antes de dejarlos salir los cuestionaron, luego dispararon las pistolitas sobre ellos sin explicarles para que eran, obligaron a los hombres a quitarse la kipá por ser un foco de infección. Separaron a las madres de sus hijos y los niños pasaron el proceso solos.
Luego el clásico cubrebocas, desinfectante, guantes, otra vez largos cuestionarios sobre sus viajes, escalas y la gente con quién tuvieron contacto. Aturdidos hicieron filas para poder salir por puertas de emergencia.
“Por algo el cerdo no es kashrut” dijo el mayor antes de tomar de la mano a uno de sus hijos que lloraba asustado “señor ese tipo de contacto está prohibido dentro del aeropuerto” comentó con amabilidad una señorita. Los dividió en brigadas que los llevarían a la salida.
“La influenza mata niños en Estados Unidos y aquí no”, pese a la afirmación de Córdova Villalobos, esos niños tomarían las manos de sus papás hasta salir del aeropuerto y regresarían a clases semanas después.
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